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ISSN 1989-4163

NUMERO 117 - NOVIEMBRE 2020

 

Le Pont de L'oubli

Javier Neila

Cruza Le pont de l'oubli por última vez, a paso denso, errático, con la mente abstraída en pensamientos rumiantes y tóxicos, como si cargase en su mochila de soldado toda la pena acumulada en el mundo desde el Génesis. En sus oídos retumba la voz de ella, con el eco sordo de sus últimas palabras. Palabras de despedida que se le antojan la música más triste jamás oída. Mientras anda, no necesita cerrar los párpados para poder ver unos ojos color de hiedra, que hasta entonces le habían devuelto la mirada con un amor infinito; ojos cargados de felino deseo que jamás volverá a ver. Recuerda mórbido la agresividad de sentir sus labios, el roce de sus dientes y su lengua al recorrer todo su cuerpo; un Edén perdido para siempre, un sueño devorado por el alba…esos pensamientos le martillean el cerebro y le revuelven el espíritu sin dejarle un momento de sosiego…todo en él es ahora tormenta, pasión frustrada, remordimiento y ansia. Recuerdos dolorosos que cierran la parte más importante de su vida y su inmediato pasado, doliéndole aún más por la certeza de que le habrán de acompañar por siempre, como una herida mal curada, haciéndole daño a cada golpe de vida y formando parte de lo más profundo de sí. Eso sólo les pasa a los que en el mismo lance, deciden amar por primera y por última vez.

No es ya la misma persona que años antes había pisado Alsacia por primera vez, junto a otros miles de soldados que en 1914 recuperaban esa porción de tierra, para mayor gloria del Káiser Guillermo II y de Alemania imperial. Combates fieros los de entonces, donde destacó por su bravura, pidiendo siempre las misiones más peligrosas en su búsqueda permanentemente de enfrentarse al enemigo. Jamás se amilanó ante las cargas de la caballería francesa, los gases asfixiantes, las infranqueables barreras de erizadas bayonetas, los lanzallamas o los pegotes de vísceras pegados a su cara; sus camaradas le llamaban ya entonces  Sigfrido, el mítico héroe germánico que al bañarse en la sangre de un dragón, se había vuelto inmortal. Realmente lo parecía, y esa falta absoluta de miedo le había hecho alcanzar, con tan solo 21 años, en rango de sargento y un uniforme rebosante de condecoraciones. Y sin embargo y con tan impresionantes bagaje, no pudo evitar temblar como un niño asustado en la tormenta, la primera vez que la dulce Gisèle Lambert le abrazó y besó furtivamente, cegándole con sus ojos verdes de gata, amparados ambos bajo la tórrida complicidad de aquella noche canicular, tras el destartalado arco del ayuntamiento de Soultz-Haut-Rhin. Todo ello mientras ella le acercaba la cena a su marido, Maurice Lambert, secretario del ayuntamiento, que para ganar méritos seguía haciendo horas extras en beneficio del ejército invasor.

Nuestro héroe supera el último tramo de Le pont de l'oubli y siente que le flaquean las piernas, al pasar lo que para él es el punto de no retorno;  la frontera de la locura, que le persigue incansable pegado a él, siempre un par de pasos por detrás…cae de rodillas y pivota hasta hundir la cara en el barro, pero como una avestruz sin suerte la vuelve a levantar, respirando el aire húmedo que le trae el humo del pueblo que arde a sus espaldas; el pueblo donde precisamente Monsieur Lambert, linchado hasta morir, acaba de ser colgado del campanario de la Iglesia de Saint Maurice, tiñendo de rojo su precioso reloj de sol neogótico, de azulejos amarillos y arenisca rosa. El ánimo de nuestro inmortal Sigfrido se resiente, mientras su corazón escupe acalorados reproches a su cerebro, sin entender porqué tiene que huir, retirarse cuando aún tiene oportunidad de volver a por ella. El aire de la tarde parece entonces que se solivianta, y empieza a silbar entre los árboles, susurrando cada rama palabras que ya nadie quiere escuchar. Otros soldados con su mismo uniforme apuran el paso y le pasan de largo, dejando en su huida parte de su equipo y sus armas; y aunque algunos le miran con curiosidad, para todos es uno más huyendo de la inminente derrota. Empieza entonces el fuego de la artillería francesa, que pretende volar Le pont de l'oubli y así cortar la retirada alemana; las explosiones le envuelven, retumbando el suelo bajos sus pies…vuelan trozos de roca que silban y le rozan el casco mientras saltan por los aires carros, caballos y hombres con menos suerte. Se pone en pie. Su cara embarrada le da un aspecto fantasmal. Alza entonces los brazos y gime guturalmente, con un quejido incomprensible, sonando un llanto tan lastimero que parece explotar a través de sus pulmones. Le pide a Dios que se apiade de él y le arranque la vida de una vez, mientras la metralla redentora le pasa incandescente por todos lados. Pide a gritos morir, perder su alma y no recordar nada de éste mundo, para no correr el peligro de encontrarse nuevamente con ella, en otra vida, en otro mundo.  Sólo quiere desaparecer, como lo hace la niebla cada mañana al amanecer de un nuevo día, para no ser recordado jamás…pero ni Dios ni el diablo parecen estar dispuestos a darle la oportunidad de descansar, y ambos al unísono reniegan de sus plegarias cuando finalmente Le pont de l'oubli salta en mil pedazos justo detrás de él, lanzándolo al suelo y a su vida futura en la más profunda soledad. Jamás se ha sentido tan sólo como en ese momento en el que la artillería cumple su misión, y el cordón umbilical que le unía a  Gisèle desaparece con un bramido, bajo las aguas turbias del río Thur para siempre. Ya todo está perdido, y el sueño de los dos, arrasado por la guerra. Piensa entonces que ama más el que más lo necesita, es sólo eso. El amor -reflexiona- es un acto egoísta; amamos porque necesitamos amar…y él necesitaba amarla como nunca antes había necesitado nada. Por eso no solo la odia, sino que también la envidia, por la frialdad de no querer huir juntos, pasar los dos a Suiza y dejarlo todo atrás, por seguir atada a su rutinario pasado. Quizás no haya sido tan buena idea ser ese guerrero inmortal que, al bañarse en sangre de dragón, vivirá eternamente la condena de su ausencia.

No muy lejos de allí, Gisèle con el pelo rapado, desnuda, untada en brea y emplumada, espera a que la maten a golpes, mientras ve como suben el cadáver de su marido a la torre del campanario. Dedica los últimos minutos de su vida a rogarle a Dios, o al diablo, que su Sigfrido haya pasado Le pont de l'oubli antes de que lo vuelen. La turba la baja del camión a golpes, junto a otras colaboracionistas a las que les espera la misma suerte.  Ella intenta poner la mente en blanco y no sentir dolor, recordando la cara de su amor perdido, y deseando reencontrarse de nuevo con Sigfrido, tarde o temprano, en otra vida, en otro mundo;  sea donde sea, ella irá a buscarlo.  Recuerda su frase favorita, la que él le repetía siempre cuando con las bicicletas paseaban por Le pont de l'oubli, al caer la tarde, y la masculla entre dientes mientras le van rompiendo los huesos:

“Cuando nuestra existencia sea tan sólo un recuerdo perdido en el tiempo, todavía las ramas de los árboles susurrarán al paso del viento, que te quise…”

 

 


 

 

Javier 

 

 

 
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